Desde 2016 he presentado al público 15 libros para lectura gratuita. Hora es ya de hacer un recuento y una reflexión sobre si este proyecto ha merecido la pena. Y veo que sí, que me han leído 39211 personas en el momento de escribir esto. Por lo tanto no ha sido un esfuerzo baldío, dado que el principal objetivo de todo escritor es que la gente lo lea, bajo las circunstancias que sean. Otros esritores escriben para ganar dinero, pero lo deseable es que los lectores lean, no que paguen. El dinero ya llegará como consecuencia inevitable si al conjunto de lectores le ha gustado lo que ha leído.
En 2021 publiqué en el periódico VegaMediaPress, de Murcia, la novela Siempre joven, pero por desgracia hace un mes que su director pasó a mejor vida, y su periódico desapareció. Por eso he decidido presentar este libro como El libro del año 2024 en mis tres lenguas, esperando que guste a los lectores. Las versiones inglesa y española deberían desaparecer al final del año, pero por haber estado disponible esta última para lectura gratuita durante estos tres años, he decidido dejarla gratis para siempre en memoria de mi amigo Jesús Pons Guillamón, director de VegaMediaPress durante 21 años.
Como siempre, pido de la benevolencia de los lectores, que esperen a que vaya poniendo cada capítulo, pues voy traduciendo al inglés y al Esperanto cada uno de ellos, hasta dejarlos en la web para siempre. Pero el lector impaciente —y el que quiera colaborar de alguna manera a mi quehacer literario— puede hacerse con el libro completo en Amazon de modo inmediato. El año que viene pondré otro libro a libre disposicón, como siempre solo hasta el 31 de diciembre.
El Índice es como figura a continuación:
Esta historia tiene algo que ver con el mito de la Bella y la Bestia, tantas veces llevada a la literatura (y de esta al cine), cuyo máximo exponente, a mi juicio, es la joya literaria del francés Víctor Hugo, Nuestra Señora de París, en la que el feo jorobado Quasimodo se enamora de la bella gitana Esmeralda. En nuestro relato la protagonista es una mujer atractiva oriunda del norte de España que un buen día se tiró al río Sella desde un puente con la idea de suicidarse. La corriente era rápida, y ella estaba en el centro del río, de modo que cuando se arrepintió de la barbaridad que había hecho, ya no había vuelta atrás: inútil luchar contra la corriente del río, tan irrevocable como la ley de la gravedad que le había impedido volver al puente cuando vio, en un destello de lucidez y aún en el aire, que aquello estaba mal, que se la llevaba rumbo a los meandros que, unos kilómetros más allá, contenían esas piedras que le aplastarían el cráneo o la atontarían hasta la pérdida de la consciencia que la llevaría a la muerte por ahogamiento.
Quinientos metros río abajo desde el puente se encontraba un hombre pescando, pero sobre todo contemplando la corriente que discurría a gran velocidad, absorto en esa maravilla de la Naturaleza, cuando vio que había enganchado algo. Y muy grande, tenía que ser pues casi le arrancó la caña de las manos. Se apalancó en el suelo justo detrás de una roca para no ceder su presa al Sella, cuando vio que lo que había pescado no era un pez común, sino que más bien parecía una sirena. Sacando fuerzas de su alma, porque él era más bien enjuto, bajito y poca cosa, resistió como pudo, no ya para sacar la pesca del agua, sino para que se fuera acercando a la orilla, cosa que consiguió al poco, al menos lo suficiente para que ella misma se agarrara a las ramas de los árboles que iban a dar al río.
Cuando vio que ya no le hacía falta el anclaje fortuito a aquella chica, dejó la caña en el suelo y fue a ver aquel prodigio.
El hombre observó a la mujer con curiosidad: ¿se cayó, la empujaron, o se tiró ella misma? Era una mujer hermosa, de alrededor de treinta años, rubia, alta, mucho más que él, y a pesar del enorme estrés recién sufrido, parecía muy sana…
De pronto aquella mujer se puso a chillar como una loca, tocándose el vientre. El hombre también se lo tocó, y enseguida se dio cuenta del problema: aquella mujer estaba a punto de abortar. Le subió la falda y le quitó la ropa interior, y con cuidado tomó en su mano lo que aquella mujer estaba expulsando: un feto de dos meses, a juzgar por el tamaño, de apenas tres centímetros. Pobre, nunca sería una persona. No se le podría salvar. Hombre práctico, lo tiró todo al río, incluyendo la placenta. Contra su voluntad, porque creía que la quería ahogar, el hombre consiguió devolverla al río, totalmente desnuda, donde la hundió hasta el cuello. No es que ella fuera fuerte, porque en aquel momento ella estaba exhausta, sino porque el pobre hombre era delgadito, pequeño, poquita cosa, y además ya tenía su edad. Pero el río se fue llevando la sangre de aquella muchacha, la fue limpiando, y el frío de las aguas le cortó la hemorragia. Luego, con mucho esfuerzo, la sacó del agua y la arrastró hasta su vehículo. Y antes de marcharse volvió a recoger la ropa de la recién abortada. Y se la llevó a su casa.
El hombre estaba muy serio.
Ella observó la habitación: era obscura, tenía una ventana por donde entraba la luz del Sol. Había una mesa y una silla, donde estaba sentado aquel hombre tan peculiar. Ella tenía que estar muerta, pero ahora se veía en un lugar desconocido junto a un desconocido, bastante feo, que le había salvado la vida. Y no sabía si escupirle o abrazarle. El hombre era muy bajito, calvo del todo, sin pelo en las cejas ni pestañas en los ojos, de un color indefinido. Pero eran muy claros, aunque se notaba que no era albino.
El hombre recordó que la muchacha estaba desnuda debajo de aquella sábana. Asintió y salió de la habitación. Regresó poco después con una bata amplia que puso sobre la cama.
Salió de la pieza, y cinco minutos después salió ella y se encontró con un tazón de leche, unos bollos, algo de pan y dos huevos fritos.
Tras la breve comida, ella le contó que un soldado la había engañado durante semanas, y cuando supo que ella estaba embarazada, el soldado se evaporó. Por eso se había tirado al río para matarse y así acabar con todos sus problemas.
Ella sonrió, no vio peligro alguno en aquel pequeñajo tan buena persona. Se le veía la bondad en la cara, aunque era muy rara. Además, ella ¿adónde iba a ir? ¿A casa de sus padres, después de lo que había pasado? No tendría el valor para mirarles a la cara. Además ya faltaba varios días de casa. El ofrecimiento de aquel ser que no parecía real le resolvería las cosas por el momento.
Y la bella se quedó en la casa de aquel hombre tan extraño, a caballo entre la bestia del cuento y el enano gruñón de Blancanieves.
Pero tuvo un problema cuando quiso salir al exterior. Sí, atravesó la puerta de la calle sin problemas, pero cuando quiso pasear alrededor de ella, notó que algo se lo impedía. Se veía una llanura desértica en todas direcciones de una arena amarronada. El cielo estaba negro y el Sol brillaba intensamente. Y aquello la asustó mucho.
Tanto, que chilló llamando a su salvador:
Se montaron en un carro muy extraño. Tan extraño que no tenía ruedas. En realidad era una caja de una madera muy rara. Se encerraron en ella, y unos minutos más tarde notó como si tiraran de ella hacia abajo. Él abrió una puerta, y salieron ante una casa rural de dos pisos, cera del río Sella, donde ella casi muere.
Allí pasaron muchos años. Él la enseñó a leer, a escribir, historia, biología, matemáticas… Mucho más de lo que los hombres aprendían en aquella época, por no mencionar las mujeres. También la enseñó a tocar el piano y a desarrollar una sensibilidad por el arte como no había visto en nadie. Parecía mentira que aquel tipo tan poco agraciado supiera tanto. Con razón la había salvado de las aguas, y había hecho que se recuperara. Nunca se había sentido ni la mitad de bien de salud como desde que estaba allí, con aquel hombre. Le enseñó a hablar en inglés y en italiano a la perfección. Lo único que no sabía era cuánto tiempo había estado allí, en aquella casa de campo.
Hasta que él decidió que ya estaba preparada para la vida en sociedad, y le cedió una casa que tenía en el centro de Madrid, y una cuenta corriente en la que había dinero para vivir varios años, hasta que ella se pudiera ganar la vida.
Pero cuando compró el periódico, vio que había pasado con el hombre feo, como ella lo llamaba, veinte años. Y sin embargo, al mirarse en el espejo, vio que tenía el mismo aspecto que el día en que se había querido matar. ¿Qué pasaba? Ella tenía ahora cincuenta años pero aparentaba treinta.
Pensó intensamente en su salvador, al que conocía por ese nombre, Salvador, cuando tocaron suavemente en la puerta.
El hombre miró al suelo, como hacen los niños cuando se les pilla en una travesura.
Ella le dio un abrazo, y quedó un largo rato sollozando sobre el hombro de aquel enanito tan bueno y tan capaz de todo. De haber sido alto y guapo habría sido el príncipe azul que todas las mujeres han soñado alguna vez. Pero tenía razón: quería aprovechar la vida, vivir una vida feliz desde el punto en que la dejó, ahora que estaba tan bien preparada, veinte años después.
Corría el año 1890. Se fue a Arriondas, y aún pilló a sus padres en su vejez. La tomaron por su hija, claro está. Pero sus otros hijos les dijeron a los vejetes que no era posible. Ella misma le explicó que era la hija de la que se fue. Les explicó por qué se fue, y les contó una historia curiosa, de que se había intentado matar, pero que un hombre bajito y feo la había rescatado y se había casado con ella, teniendo luego a una hija, que había decidido no morir sin haber visto sus raíces. Los pobres vejetes lloraron de emoción, lamentando que su hija no les hubiese confiado su problema. Quizá todos habrían sido mucho más felices, a pesar de las habladurías del pueblo.
Uno de los mozos del pueblo, Enrique, se enamoró de Eufrasia nada más verla. Le pidió relaciones, fue a pedirle la mano a los vejetes, que ya que no pudieron dar la de la hija, le dieron la de la nieta. Pero al cabo de treinta años, en 1920, él le preguntó que por qué ella no envejecía. Y ella le contó la verdad. Él rechazó la idea, le dijo que era una bruja, y que él no quería tratos con el diablo, y abandonó la casa. Ella tuvo que salir adelante con su hijo, cuando él manifestó su deseo de estudiar la carrera de médico, se lo llevó a Madrid, y la estudiaron los dos juntos. Él se hizo especialista en enfermedades del corazón, y ella se hizo psiquiatra. Con los años se fue a visitar a su marido, que había enfermado y estaba recluido en un establecimiento del estado. Cuando la vio empezó a vociferar y se tuvo que ir ella de allí. Al día siguiente le dijeron que había fallecido. Aprendió aquel día que no todo el mundo estaba preparado para la verdad. De hecho casi nadie lo está.
Meses más tarde se despidió de su hijo y se fue a trabajar con Médicos sin Fronteras durante más de veinte años, en diversos lugares del mundo. Acabó en La India, donde conoció a un hombre muy apuesto, James Carter, con el que se casó. No sabía que uno de sus cuñados era un agente de la CIA que tenía de tapadera precisamente a su familia y su trabajo de hombre de negocios. El pobre James murió tres años después, y ella se fue a trabajar con Médicos Unidos por el Mundo, sucesora de MSF, cambiando de lugar de vez en cuando, siempre pidiendo trabajar en localidades muy pequeñas en que no hubiese más médico que ella.
Era una viejecita adorable. Culta, serena, pintora retirada, con el pelo de nieve y la cara surcada por preocupaciones, alegrías y tristezas, pero nunca sin perder el buen humor; algo encorvada, pero a sus 96 años todavía totalmente independiente, viviendo con sus memorias, sus alegrías y tristezas de una vida plena y llena de amor. Un metro sesenta muy bien aprovechado.
Ahora ya no le quedaba nadie, o al menos eso es lo que pensaba ella. Hasta el día en que me presenté en su casa:
Como persona de bien y con buenos modales, antes de entrar le di un fuerte abrazo a aquella mujer tan encantadora, y le di un beso en cada mejilla, con un te quiero que se me escapó.
Le entregué el paquete. La pobre, en su emoción, no atinaba a abrirlo, así que se lo abrí yo y se lo entregué.
Yo también conocía el dicho de mi tatarabuela, y no era así. Era Dichoso el dinero que a su casa vuelve. Estaba claro que mi bisabuela había adaptado el dicho a las circunstancias…
Ella lo abrió, y allí estaba su dedicatoria: A mi tío Felipe, con cariño, por haberme animado a la lectura. El libro era Vuelo nocturno, del escritor francés Antoine de Saint-Exupéry.
Yo había decidido quedarme a vivir con mi bisabuela, y cuando constaté que ella vivía sola, me afiancé en esa decisión. Hasta que llegué venía una trabajadora social todos los días para hacerle la comida y sacarla de paseo. Pero decidí liberarla de esa misión, y que atendiera a otro anciano que no tuviera un biznieto que lo quisiera para sí en exclusiva.
Pero hice algo más:
El fenómeno de los ocupas hacía décadas que estaba resuelto en todo el mundo, incluyendo en España. La legislación insuficiente que había habido se había cambiado con la llegada de dos partidos nuevos, según me había informado en mi tierra, Cuba, y ahora les salía más rentable a la gente trabajar y comprarse una casa que robársela a los que no la podían defender por sí mismos. Pero mi bisabuela, lógicamente, aún vivía en el siglo 21…
Al día siguiente por la tarde tomé el coche de mi tío Tomás, que no se usaba desde que el pobre había muerto hacía cinco años. Era eléctrico, y el motor aún funcionaba muy bien. Le di una carga lenta, de 24 horas, y realicé un viaje muy placentero, oyendo la emisora de radio favorita del abuelo Salvador de mi bisabuela, Radio Clásica, que era uno de los restos de aquella sociedad del siglo 20. Una hora después llegué al dúplex familiar, que convertiría pronto en chalet porque toda la barriada estaba en venta, y compré el dúplex adosado al mío. En realidad toda ella estaba en estado de ruina o semi ruina. Yo traje a un arquitecto de un pueblo cercano, y me dijo que el mío no estaba mal, y que se podía habitar, aunque él recomendaba que se hicieran unos cuantos arreglos para afianzar los muros, y hacerlo habitable. Arreglé con él que en una semana iniciase las obras, que durarían un mes escaso, y firmamos un contrato.
Entré en aquellas habitaciones tantas veces utilizadas por mí y por mi familia durante tantos años. Mi esposa no había querido volver por allí después de desaparecer yo, porque era su refugio, donde él estaba más a gusto, y aquello le causaba dolor de corazón. Precisamente lo arreglé por eso, para que mi nieta tuviera allí una segunda infancia, o tercera.
Me bañé en la playa, que se había quedado para mí solo, pues aquel era un pueblo fantasma en el siglo 22. Por la tarde volví a donde mi bisabuela, compré comestibles, y al día siguiente me llevé a Jezabel a donde pasó su infancia, o al menos parte de ella. Cuando entramos con el coche en el patio del dúplex, ella sonrió y me confesó:
Calculé mentalmente: hacía ya 84 de cuando iba ella por estas habitaciones registrándolo todo con su insaciable curiosidad, mientras su hermano se entretenía o escribía con su tableta electrónica, un juguete que luego sería una herramienta muy útil para la creación literaria.
Estábamos en el porche, desde el que se veía la extensa playa que había delante de nosotros. Las casas que hubo una vez delante de nosotros al fin habían sido expropiadas por el ayuntamiento y se había construido un paseo, pero tanto ese paseo como la carretera que lo separaba de nuestro dúplex habían sido invadidos por la arena, y ahora era nuestra casa la que estaba a pie de playa. Una playa de quinientos metros de espesor, pero nuestra al fin y al cabo.
Pero tanto le insistí que se vino a nadar conmigo.
Pasamos un fin de semana muy bonito. Cuando volvimos a la capital me dijo con la sonrisa en la cara:
Y me contó la historia de nuestra familia.
Aquella casa de la playa la había comprado su abuelo Salvador. Allí se retiraba a escribir desde que se jubiló. También le gustaba viajar, pero siempre volvía de sus viajes. Pero un día se fue de paseo, cuando ya tenía ochenta años, y ya no volvió. Su abuela nunca lo superó, a pesar de todo el amor de sus hijos y de sus nietos. Porque el abuelo se fue y no volvió. Su hijo Felipe le decía con frecuencia que gracias al abuelo ella había tenido aquella familia tan maravillosa. Cuando dejaron de buscar al abuelo supusieron que se había caído al mar y se lo había llevado la corriente.
La abuela había muerto a los cien años, uno más que su madre. Luego fueron desfilando los demás, mayores y menores que ella, y se quedó sola hasta que apareció un biznieto no se sabía de dónde, yo.
Mi bisabuela vivió conmigo aún diez años más. Yo le hacía la compra, la comida, la ayudaba a levantarse a pasear, le fregaba la casa, en fin, ejercía de fámulo para la mejor persona que había conocido en mi vida: mi bisabuela. Hasta que a los 106 años se despidió de mí. Se fue apagando poco a poco, como una vela a la que se le va acabando la cera.
Yo no le contesté. Las lágrimas no me dejaban.
Finalmente, con un hilillo de voz, le oí decir en un momento postrero:
Di un respingo. Así que estaba ella allí. Yo seguí la mirada de mi supuesta bisabuela, en realidad mi nieta, y dije con voz temblona:
Lloré por mi nieta y por su abuela hasta quedar agotado. Me hundí en el sillón donde había asistido a las últimas palabras de mi nieta de 106 años, yo, su abuelo que tenía el aspecto de apenas veinticinco. ¿Qué había pasado noventa y tres años antes?
Había ocurrido noventa años antes, en realidad. Mi nieta Jezabel tenía entonces apenas 16, y yo ya peinaba las canas de los ochenta años cumplidos, según mi yerno adentrándome en la década novena de mi vida.
Tenía yo un organismo muy desgastado. Todos los días tomaba diez pastillas: para la tensión, el azúcar, el corazón… Yo tenía gran actividad intelectual, sin embargo. Leía mucho, escribía para varios periódicos de varios países, daba conferencias de tarde en tarde, y cuando se me ocurría tocaba un rato el piano o la guitarra, pasiones de mi senectud y juventud, respectivamente. Pero arrastraba mi cuerpo cansado de acá para allá. Olía que mi fin estaba cerca.
Fue en uno de mis paseos por la playa, de hecho el último, al rayar el alba, cuando me encontré a aquel hombre tirado en el suelo. Algo le pasaba. Era muy delgado y estaba muy pálido, no tenía pelo ni en la cabeza ni en las cejas, y estaba inmóvil, aunque yo veía que respiraba, con dificultad. Me acerqué a él y le pregunté que si se encontraba bien. No me respondió, así que le toqué la frente a ver si tenía temperatura, y la muñeca para sentirle el pulso. No bien hice lo segundo cuando dio un bote, se medio incorporó y me miró con aquellos ojos sin color, con una mirada asustada que me dio mucha lástima.
Aquel hombre siguió mirándome, y al final me sonrió. Fue una sonrisa sin labios, sin color, pero su boca se curvó en una sonrisa y sus ojos sonreían también.
Entonces señaló hacia detrás de mí. Me volví y vi algo detrás de unas palmeras que crecían en la playa. No se veía qué era, pero había algo.
Asintió con la cabeza sin dejar de señalar hacia allí con aquella mano tan blanca que entonces constaté que tenía solo tres dedos: pulgar, índice y meñique.
Dejé mi bastón en el suelo y lo tomé en brazos. Me sorprendió que pesara tan poco, apenas unos siete kilos, cuando por su estatura debería pesar siete u ocho veces más.
Lo que vi detrás de las palmeras me sorprendió mucho. Era una especie de máquina de un metro por metro y medio por dos metros. Aquello no podía estar ocurriendo, ¿qué demonios era esa cosa? Pero el hombre, al ver que me había detenido, me tocó el hombro de nuevo y me señaló la cosa.
Al llegar a ella, se abrió una pequeña puerta por la que yo no cabía, pero él sí. Lo introduje dentro y me quedé fuera. El hombre me sonrió, y se puso en pie allí dentro. La puerta se cerró y yo me retiré unos metros hacia atrás. ¿Qué pasaría ahora?
Le hice el gesto universal de la paz, el saludo indio, levantando la palma de la mano hacia él. Me senté en el suelo, y debí quedarme dormido, porque horas después, con el sol luciendo ya alto en el cielo, lo vi sentado en el suelo frente a mí, con aquel ingenio a sus espaldas. Me hizo el saludo indio y me sonrió.
Si aquel ser era un marciano o similar, me extrañó mucho que hablara mi idioma.
Miré a aquel ser con incredulidad. ¿Cien años? ¿Yo con ciento ochenta años de edad?
Entró en su vehículo y salió con una especie de caja de zapatos de reducidas dimensiones. Abrió la cara más próxima a mí, y me dio de lleno con una luz amarillenta que me abarcaba desde la cabeza hasta los pies, atravesando mi ropa y mis zapatos como si no estuvieran. Sentí que me picaba cada célula de mi cuerpo a la vez. Al principio había sido un cosquilleo, pero había ido subiendo en intensidad hasta que sentí que estaba ardiendo como una antorcha.
¡Bonita manera de agradecerme salvarte la vida, Sint!, pensé justo antes de perder el conocimiento y caer al suelo.
Cuando me desperté encontré a Sint inclinado sobre mí. Me estaba aplicando un masaje con otro aparato raro que no acertaré a describir. Además, yo estaba mareado y tardé en salir del estado de estupor en que me encontraba.
Tras un corto silencio, dio por terminada la entrevista:
En cuanto entró en su aparato, este se fue haciendo transparente poco a poco hasta que desapareció del todo. Entré en el lugar que había ocupado, y no sentí nada con las manos. Allí no había nada.
No sé qué me había hecho mi nuevo amigo, pero yo me sentía muy bien, con fuerzas, como no me había sentido desde hacía muchos años. Pero no me creía nada de esos disparates que me había dicho Sint. Recuperé mi bastón del suelo, y volví con él apoyado en mi hombro, como si fuera una escopeta de las de la mili. Por lo que yo recordaba, me había caído y me había quedado inconsciente durante varias horas, y había soñado con un bicho raro pero amable que me había hecho vivir una fantasía. Todo había sido un sueño. Bonito, pero sueño.
Llegué a mi casa y fui al servicio. Me di cuenta que llevaba varias horas sin hacerlo, y eso me extrañó. pero más me extrañó lo que vi en el espejo: no tenía ni una sola cana en el pelo. Ni una sola arruga. Me miré las manos: igual, sin arrugas. Con buen color, mucho más tostadas que antes.
¡No puede ser!, me dije.
Me desnudé y me observé bien en el espejo. La imagen que me devolvía era la de un hombre de veinticinco años. ¿Cómo era posible? ¿Aún dormía aquel sueño? ¿Cómo se lo iba a explicar yo a mi esposa?
Me dio un verdadero ataque de pánico. Me vestí y salí a dar un paseo. Necesitaba pensar. Así que la vida sana tenía complicaciones… Me condenaba a quedarme sin familia. No creo que lo aceptasen. Me senté en la terraza que hay delante de mi casa. Al rato pasó por allí mi esposa.
—¡Salvador! —me dijo. —¿Cuándo has venido?
Del mal el menos: me confundía con nuestro nieto, que había emigrado a Sudamérica hacía diez años.
—Hola, abuela —la saludé. —te quería dar una sorpresa.
Mi nieto y yo nos parecíamos mucho, con las lógicas diferencias de los casi sesenta años que nos llevábamos. Le seguí la corriente.
—Qué contento se va a poner tu abuelo. ¿Y tu equipaje?
—Tuve mala suerte, abuela. Me lo han perdido los del avión. Me lo enviarán en unos días, o me lo pagarán.
—Bueno, bueno, venga, vente conmigo a casa y me lo cuentas todo. ¡Qué bien! Voy a hacer una paella para celebrarlo.
Pero la paella la hice yo. Ella ya no estaba para esas cosas, para estar de pie a sus casi ochenta años durante tanto rato. Ella se sentó y me iba diciendo lo que tenía que hacer, y yo lo iba haciendo.
Llamó por teléfono a Isabel, mi madre, y al tato Felipe y su familia, que vinieron por la tarde a ver a Salvador. Pero mi madre vino en cuestión de minutos. Los demás fueron llegando, de modo que sólo faltaba allí mi abuelo Salvador.
Por lógica, el abuelo no volvió nunca. Mi abuela puso una denuncia y lo buscaron por todas partes, pero nunca lo encontraron. Supusieron que se lo había llevado la marea, si cayó al mar por alguna causa.
Mi madre quería que yo me fuera a su casa, pero yo le dije que no me separaría de mi abuela, porque la veía muy triste y la quería cuidar yo. Que se viniera ella a vivir con nosotros si quería estar conmigo.
Ignoro lo que pasó por la cabeza de mi hija (que pensaba que era mi madre), pero se le escaparon un par de lágrimas.
—Hijo mío, nunca imaginé que quisieras tanto a tu abuela.
—Es que el abuelo ha desaparecido. No la voy a dejar solita.
—Vale, vale. Vendré todos los días.
Así fue como entre mi madre y yo cuidamos a mi esposa durante sus últimos veinticuatro años de vida.
El día que murió, siete horas antes de que la vida se le escapara como agua que se agota en un depósito, tuvo un destello de clarividencia:
—¡Cómo te pareces a tu abuelo! Si hasta diría que eres él.
Y yo bajé la guardia:
—Lo soy, amada esposa.
Me miró y sonrió:
—¡Qué bromista, Salvador! Pero sí, tienes sus mismos ojos… Su misma mirada…, su misma forma de hablar… Pero no tienes su malhumor… Sus rarezas… Estás pendiente de mí…, como estaba él cuando nos conocimos.
—Abuela, yo soy para ti lo que tú quieras. Porque yo te quiero. Y lo sabes muy bien.
Mi abuela levantó la mirada, y yo me volví: allí estaba mi madre. ¿Cuánto había oído?
Seguramente lo suficiente, pues tenía agua en los ojos.
Me quedé con mi madre varios años, hasta que empezaron a molestarme las miradas y los comentarios de familiares y amigos, que decían que yo tenía un pacto con el diablo, pues no tenía ni una sola arruga ni una sola cana a mis 40. Lo decían como en broma, con sorna, pero cargados de envidia. Así que decidí ir a buscar al verdadero Salvador, mi nieto.
—Mamá —le dije —tengo que volver a Brasil. Allí me dejé algunas cosas sin resolver. Y recuperaré mi trabajo. Sabrás de mí con frecuencia.
No le hizo mucha gracia, pero lo aceptó de buen grado. Papá había muerto tres años antes, de una enfermedad rara, una especie de neumonía sin síntomas, y al irme yo se quedaba sola con mi hermana Jezabel, que se casaría en breve.
Durante los siguientes veinte años hablé con ella casi todos los días por teléfono o por videoconferencia. Hasta que un día Jezabel me dijo que mamá ya no está.
En Brasil busqué a mi nieto Salvador. Mientras, me dediqué a los negocios, a la compra-venta, aprendí varios oficios, no todos ellos respetables, y cinco años después de haber llegado me encontraron dos matones que se extrañaron mucho de verme.
Tras liarnos a mamporros y dejarlos K.O., al despertase estaban amarrados a un poste, y yo les interrogué.
—¿Por qué me habéis atacado?
—¡Tú estás muerto!
—Vaya, hombre… No estáis en situación de amenazar.
—No, no, que nosotros ya te matamos.
—¿A mí? ¿Cuándo?
—Hace veinte años.
—Pues ya veis que no.
—Te cosimos a puñaladas y te tiramos al río con un saco de cemento atado a las piernas.
—Pues ya veis que me curé y volví a nado. ¿Por qué me matasteis?
—Fue un encargo de Paco El Gordo.
Tras un largo interrogatorio me contaron toda la historia. Mi pobre nieto había conseguido un buen trabajo en São Paulo, pero fue testigo de un crimen, y los mafiosos lo asesinaron para que no hablara. Me dijeron el nombre real de Paco El Gordo y dónde localizarlo.
Los dejé atados al poste y me fui de allí. Llamé a la policía y les di todos los detalles del asesinato de mi pobre nieto, que para aquellos canallas había vuelto de la tumba para vengarse. Por eso me lo habían contado todo. La policía fue a rescatarlos, los detuvo a ellos y a Paco El Gordo, pero luego los dejaron en libertad por falta de pruebas.
Seguí el caso con interés. Vi que la ley no me daba justicia. Por eso un buen día reuní a Paco El Gordo con aquellos dos miserables. Los había narcotizado a los tres con cloroformo y los deposité en un garaje donde nadie los vería.
—Así que los señores criminales se van de rositas…
—¡Tú! ¡No nos mates!
—¿Por qué no?
Les mostré dos pistolas que había dejado en el suelo, en cada extremo del garaje.
—Ninguna tiene balas —les dije. —Voy a tirar una bala un lado y la otra hacia el otro. Cuando haya dos muertos, dejaré irse al tercero, libre de cargos.
Y me retiré fuera de su vista, protegido por la penumbra.
Aquellos tres miserables salieron corriendo. El Gordo echó mano de una pistola, pero uno de aquellos dos, el más bajito, echó mano de otra y salió corriendo a por la bala. El otro había cogido la bala antes. Oí un tiro, y El Gordo cayó al suelo. Los otros dos se liaron a puñetazos, queriendo uno quitarle la pistola al otro, y este a aquel la bala. Finalmente el más bajito se hizo con las dos cosas y mató al otro.
—¡Gané! —dijo triunfalmente el bajito.
—Sí, es verdad. Ellos han muerto y tú estás vivo. Se ha hecho justicia.
—Sí, ya te has vengado.
—Te dije que dejaría vivo al que sobreviviese, ¿verdad?
—Sí, lo dijiste.
—Te mentí —le dije. —Un mierda como tú no se merece la verdad.
Le metí un cuchillo en la garganta y lo degollé. Me fui de allí tras rematarlos a los otros con el cuchillo.
¿Qué me había pasado? ¿Me había convertido en un asesino? Bueno, acababa de hacer justicia. También había pasado el Rubicón, a mis veinte años de mi nuevo estado, había quemado mis naves de forma rotunda. Estaba duro por dentro. Y llorando por fuera. Salvador, Salvador. Ahora yo sería Salvador. Mi nieto Salvador.
Ya habían pasado otros diez años. Yo me dediqué a diversos oficios en Brasil, no todos confesables, pero fui haciéndome con cierto capital, de modo que no tuve necesidad de trabajar de modo regular. De entrada me quedé con el negocio de El Gordo hasta que reuní una fortuna más que suficiente para vivir yo solo, y después denuncié a toda la organización a cambio de inmunidad, a la DEA norteamericana, que forzó al gobierno de Brasil a meterlos en la cárcel a todos, incluyendo a los doce policías que habían colaborado con aquel pequeño emporio de la droga. Les di pruebas suficientes sobre todos los asesinatos que habían cometido, lo cual les resolvió muchos casos cerrados en falso.
Y por fin, a los cien años de mi puesta a punto de nuevo estuve en aquella playa, esperando a Sint.
Puntual hasta el segundo, el alieno o lo que fuese apareció con su vehículo detrás de las mismas palmeras que la otra vez.
En aquel momento recordé las últimas palabras de mi nieta, Abuelita Loles… Pero podría haber sido sólo el fruto de la debilidad de su cerebro que ya se apagaba.
Esta vez la luz de aquella caja de zapatos era de color naranja. Pero no sentí nada.
Sacó una pistola terráquea y me pegó un tiro en un brazo.
Ante mi asombrada mirada el dolor fue disminuyendo a medida que la herida se iba cerrando hasta que el brazo quedó como si no me hubiera disparado. Todo acabó en dos minutos.
Sí, allí estaba, a unos metros detrás de mí. La bala se había incrustado en la arena. La saqué y vi que no estaba muy deformada. Recordaba aún la forma de supositorio.
Con sed de experiencias, conseguí una identidad nueva —fingiendo que había perdido la memoria— en una comisaría de la policía francesa. Me dieron la identidad de un joven que había desaparecido hacía unos años y no había vuelto a aparecer, Dominique Dupont, provisionalmente hasta que recuperase la memoria, y un nuevo número de identidad. Preguntado que qué quería hacer, dije que me gustaría ser policía, ya que me habían tratado tan bien. Los servicios sociales se hicieron cargo de mí, y tras varios meses de preparación, accedí al curso de capacitación, y un año después ya era gendarme de la Police en la comisaría central de Marsella.
Los cinco años que pasé en la policía francesa me dieron mucha experiencia de la vida. En Marsella hay muchas bandas de criminales que venden droga y cometen asesinatos. Aquello me dio la oportunidad de verme en medio de tiroteos en que el único superviviente era yo, o casi. Aquella gente tiraba a matar, y cuando se quedaban sin balas se rendían. Si mis compañeros estaban fuera de combate, yo no dejaba a ninguno de aquellos cobardes con vida. Ahora que sabía que mi vida tenía una prórroga inusitada, aprendí a valorar la de los demás, sobre todo porque las veía tan cortas, y por lo mismo no tenía compasión con los que no le daban valor a las vidas de los demás.
Durante gran parte de mi experiencia como policía tuve de compañera a aquella muchacha, Dominique DesPoints, una mujer algo apocada que se empeñaba en demostrarse a sí misma que valía para el oficio, día a día. Yo le recomendaba calma. Que más valía dejar a un chorizo suelto que encerrar a un inocente, pero que si estaba segura de que era un criminal, que no tuviera compasión. Eso lo vio ella aquel día del banco. Aunque yo di por muertos a mis tres compañeros, ella aún estaba consciente, si bien al llegar los sanitarios se hizo la dormida. Cuando se repuso de sus tres heridas de bala, antes de reincorporarse, me citó en una terraza junto al puerto, y me confesó su estupor:
Pero Dominique no dejó la policía. Por consejo del psicólogo, ya que volvía, incluyó en el informe que debería patrullar con el otro policía que sobrevivió al tiroteo, para que se sintiera segura. Y así estábamos patrullando juntos de nuevo, recuperada en lo físico y quizá también en lo psíquico. Pero algo había cambiado en ella. Ahora era más cauta, más reservada todavía, más observadora, y sobre todo más desconfiada.
Yo sonreía. Aquello ya empezaba a ser un mantra. Pero me hacía mucha gracia. Me acostumbré a estar con ella todos los días de patrulla, o haciendo papeleo. En los días libres me parecía que me faltaba algo, y cuando nos volvíamos a ver nos lo contábamos todo. Bueno, yo se lo contaba casi todo. No le contaba, por ejemplo, que me iba a garitos clandestinos con una barba y bigote postizos, y que así, a base de jugar al póker me fui formando una fortunita, y me enteraba de muchos trapos sucios que me podrían ser de utilidad después.
En una ocasión descubrieron que yo era de la pasma, y me pegaron dos tiros, uno en la cabeza. Cuando me iban a meter en una bolsa para tirarme al mar, le di una patada en la garganta al que me había disparado, le quité la pistola y me cargué a los cuatro, porque eran unos mierdas y porque me habían matado, y además para que no se lo contaran a los demás. Me había costado mucho hacerme esa tapadera para perderla por aquellos cuatro cretinos. Los metí yo a ellos en el saco y cogí prestada la motora que tenían para estos menesteres y los tiré yo a ellos en mitad de la bahía con los respectivos sacos de arena atados a los pies, y además me llevé toda la pasta que llevaban encima, y después reventé la caja fuerte y me llevé lo que había dentro. Para cuando las cuerdas que los ataban a los sacos se pudrieran ya habrían sido pasto de los peces.
Al día siguiente de que me mataran aquellos mafiosos estaba yo tan fresco como una rosa.
Se me quedó mirando en silencio, y luego repitió:
Ella abrió los ojos de par en par. Luego sonrió y aceptó:
Aquello me dio que pensar. O me la quitaba de encima, o me la ponía debajo. Era una mujer hecha y derecha de unos treinta y cinco años, con varios años de servicio y muy dura. Llevábamos patrullando juntos ya tres años, y yo lo sabía todo sobre ella, o casi. De tez muy blanca, pelo castaño recogido en moño, algunas pecas, ojos marrones grandes, cuerpo atlético, senos medianos, poco culo y piernas largas, ni gorda ni flaca, era una buena compañera y seguramente un encanto en la vida normal.
Ella eligió la película Era una bastante antigua, Harry el sucio.
Estaba claro que aquella película era parte de su investigación particular sobre mí.
Durante casi una hora diserté sobre las virtudes y defectos de Poirot, mientras ella me observaba en silencio. Desde el tiroteo en el barrio se había vuelto más callada.
Pero me hacían mucha gracia sus insinuaciones. en especial lo que me hacía gracia era ella misma. Sí, me gustaba.
Se le veía impresionada.
Tenía una cara rara. No sabría decir si enfadada, traicionada, complacida, halagada, era la manera en que se sentía. Yo no había metido la pata. Solo quería tenerla cerca. Conocer hasta dónde había sospechado, cuáles eran sus teorías.
Ella hizo algo que me sorprendió: pidió otro compañero. Dijo que con tantos años juntos ya se había cansado de mí. También pidió el traslado a Lyon, donde vivían sus padres.
Mi nuevo compañero, Jean Paul, era un joven muy gracioso, siempre de cachondeo. Le dio por llamarme jefe y así me quedé. Los demás compañeros tomaron la broma como ingeniosa y pasaron a llamarme así también. Al final yo mismo me acostumbré y adopté el mote.
Aunque no me lo confesaba a mí mismo, yo echaba mucho de menos a Dominique DesPoints. Ni me había escrito ni me había llamado desde que se fue, y yo tampoco lo había hecho. En realidad me había enterado del cambio cuando llegué a la prefectura y me encontré con Jean Paul en lugar de con ella. Fue una despedida a la francesa. Quizá ella pensase que había dado con mi secreto y no le gustó, lo que quiera que se hubiese imaginado.
Un día nuestro jefe de verdad, el Prefecto de la Rose, nos comunicó que nuestra antigua compañera, Dominique DesPoints, había ascendido a detective. Le mandamos una carta colectiva con una foto en que estábamos todos, para felicitarla.
Cuando menos me lo esperaba, vino a verme, sin avisar tampoco. Yo salía de servicio y de pronto oí su voz a mi espalda:
Me volví y la vi apoyada en la pared, enfundada en una gabardina y bajo un sombrero, tal cual habíamos visto tantas veces a Humphrey Bogart en sus películas de detectives. Aún así, a través de las gafas de sol que vestía en aquella noche obscura, vi una mirada imaginativa y su belleza oculta.
Y se fue.
Me acerqué ella, y la tomé de la mano.
Había algo de doble sentido en sus palabras. Sí, iba a ser un matrimonio divertido.
Pero no dijimos mucho. Al menos al principio. A las dos horas de interrogatorio mutuo ininterrumpido comenzamos a hablar.
Miré el reloj, y era verdad que ya era la una de la madrugada.
Y volvimos a interrogarnos mutuamente. A la mañana siguiente nos casamos en la mairie, o sea el ayuntamiento. Ella estaba de vacaciones, y las pasó conmigo, en mi casa. A los 20 días nos casamos en su parroquia, en Lyon, en Saint-Nizare, cerca del Río Saona.
Nos concedieron dos semanas de permiso por matrimonio, y pasamos nuestra luna de miel en España, que ella no conocía. Así fue como yo volví a la casa de verano que había comprado, bajo otra identidad, casi doscientos años antes y que mi nieta Jezabel me había devuelto poco antes de morir.
Lo primero que me descubrió al volver la Francia fue que se había quedado preñada. Aquello me preocupó. ¿Mi hijo tendría en común conmigo mi invulnerabilidad? Tendría que preguntárselo a Sint, o esperar de 30 a 40 años para saberlo, lo que sucediera antes. Pero tenía que contárselo a Dominique. Mas, ¿cuándo? La quise mucho más, y le recordé su estrategia:
Ese fue el nombre que elegimos para nuestro hijo No había ningún Fabián ni en su familia ni en la mía. Bueno, sí, ni en las mías, pues yo ya iba con otra identidad, era francés de Marsella, y mi familia, por desgracia había fallecido al completo, siendo yo hijo único. Pero no había en nuestro supuesto árbol genealógico ningún Fabián.
Mi Dominique había aguantado en su trabajo casi hasta el momento del parto. Yo ya me había dejado la policía y vivíamos en Lyon, donde su madre y sus hermanos podían echar una mano. De hecho, su madre se vino a vivir con nosotros, y yo, cuando no era necesario en casa, me iba a la tienda de mi suegro a ayudarle. Era una tienda de ropa, Chez DesPoints, que tenía el suficiente éxito para vivir toda la familia de ella. Ninguno de sus cuatro hijos había querido seguir la tradición familiar, por lo que el pobre hombre ya se había hecho a la idea de que con él moriría la tienda, después de tres generaciones.
Aquel hombre me dio un abrazo.
Fue la primera vez que me llamó hijo. Y con ese título me quedé mientras vivió mi pobre suegro.
Fabián llegó el mismo día en que yo había suscrito el contrato con mi suegro por medio de aquel abrazo. Creo que exactamente en el mismo momento. ¿Cosas del destino? Quizá. Porque yo enseguida me hice con todos los procedimientos de aquel negocio, y desde muy pequeño el niño mamó la tienda. De hecho le vino muy bien a la Detective DesPoints que su marido cuidase a su hijo y a la tienda a la vez.
El niño nació sano y fuerte, con tres kilos de peso. Al igual que su madre y su abuela, era de pelo castaño y poco a poco fue creciendo y aprendiendo a llevar el negocio, pues después del colegio venía a la tienda, comíamos en la trastienda, y volvía a clase. Y al volver merendaba conmigo allí mismo, y luego se quedaba en la tienda leyendo o estudiando mientras yo atendía a los clientes. A los doce años ya me substituía o atendía a los que venían solo a preguntar. Más tarde le confiaba algunas ventas, y a los dieciséis la tienda ya tenía dos dependientes.
Mi suegro se había jubilado cuando Fabián tenía dos años de edad. Le convencí de que él ya había hecho su parte, y ahora me tocaba a mí, en nombre de su hija Dominique. Él se dedicó a ejercer de abuelo: de vez en cuando venía para llevarse a su nieto de paseo, y con los años fue el nieto el que sacaba a pasear a su abuelo, pues este murió cuando aquel tenía ya 17 años.
Recuerdo aquellos años de mi tercera vida con cariño. No tenía la inseguridad que había tenido en Brasil o en Marsella. Volvía a recuperar la paz y la armonía que viví con mi bisabuela Jezabel, la bendita Jezabel, hija de Isabel, hija mía…
Mi hijo Fabián era muy cariñoso y bastante cachondo. Cuando tenía siete años descubrió que su mamá era policía, y que la policía era la autoridad. Por eso cuando veía llegar a su madre, venía corriendo y decía:
Y yo hacía como que me escondía. Y pronto cambió la voz de alarma:
Y me buscaban entre los dos.
Yo estaba muy a gusto con nuestra tienda, pero todo tiene un fin, quizá feliz, quizá menos, según se lo tomara mi costilla.
Fabián ya había terminado su doctorado y había hecho un máster en Madrid y otro en Óxford. Cuando volvió con todos sus títulos, me dijo:
Aquello me tocó el corazón. Yo tenía la esperanza de que el chaval me substituyera, pero nunca se me habría ocurrido obligarle.
Era esta una de mis preocupaciones, que la quinta generación no se hiciese cargo del negocio. No tuvimos más hijos por el trabajo de Dominique, que ya era comisaria, así que por ese lado ya pude respirar tranquilo.
Mi esposa era cariñosa, siempre lo fue, pero también observadora.
Ella lo había dicho como una broma. pero su instinto de detective la alertó:
Y le conté mi entrevista, la primera, con Sint. Con pelos y señales. Me acordaba como si fuera ayer. Ella me escuchó con mucha atención.
Alzó la vista y nos vio a los dos en el espejo que presidía nuestro comedor.
Ella se puso muy seria.
Dejamos la tienda a cargo de nuestro hijo y nos fuimos de segunda Luna de Miel a España.
Por el camino le fui explicando cómo adquirí aquella casa a mediados del siglo veinte, pero me fui a Brasil cuando sólo tenía ochenta años, huyendo de decirle a mi entonces esposa, que en gloria esté, estas explicaciones que ahora le estaba dando a ella. Fui tonto. Al desaparecer por el ataque de pánico que me dio le causé un profundo dolor, que me dolerá toda mi vida, pues yo nunca pensé herir a la gente que quería y que quiero.
Ella quedó pensativa. Estábamos en aquella playa abandonada desde hacía décadas. La población española era ahora el 25% de la que había cuando compré la casa, por diversas razones. Ahora la mía era la única casa que se tenía en pie en todo el barrio, porque yo la había reconstruido casi en su totalidad. Sólo los muebles eran originales, y yo les tenía mucho cariño. Cuando yo quería desaparecer me iba allí.
Y le tuve que contar toda la verdad: aunque me destrozaran la cabeza, mis células se reorganizarían otra vez de forma correcta y no moriría.
Ella me hizo la pregunta pertinente:
Era verdad: mi suegra murió hace quince años, y mi suegro dos años después. No sabía vivir sin ella.
Pero yo no desaparecí de la vida de mis seres queridos. Con una vez fue suficiente. Aprendí la lección. Yo, el tipo duro, era incapaz de conciliar el sueño muchas noches cuando pensaba en Loles. Pobrecita. Por lo que me dijeron, nunca lo superó. No permitiría que Dominique hiciera dúo con ella para visitarme por la noche. Por eso se lo conté todo. Allí, bañándonos en las aguas de Mazarrón, desnudos los dos porque no había nadie más, y aquella era mi playa en el sentido más estricto del término desde hacía más de un siglo. Tomábamos el sol, comíamos en la playa. Allí veíamos las puestas del sol tan maravillosas recortadas sobre los montes de Bolnuevo…
Y en cuanto volvimos a Lyon mi esposa pidió la jubilación voluntaria, para sorpresa de todos.
Y una forma discreta de hacerlo fue abrir una sucursal en París. Allí nos fuimos y abrimos Chez Despoints et fils, o sea, la Casa de los Puntos e hijo. Yo era el hijo, claro. Si nos hubieran visto por la noche durmiendo juntos nos habrían acusado de incesto, porque yo amo a mi mujer. La amé toda su vida. Ella la tuvo muy larga, y en sus últimos veinte años vino a hacerse cargo de la tienda parisina la primogénita de Fabián, y yo seguí cuidando a mi Dominique hasta que murió a una edad avanzada, a los 97 años.
A mi nieta Lucienne no le conté la verdad, pero le prometí que la visitaría con la frecuencia que pudiera, ya que desde ese momento se quedaba sola. Le aconsejé que se buscase un buen muchacho y se casase, para mantener esa tienda de generación en generación.
Luego fui a ver a mi hijo Fabián, que por desgracia no tenía el aspecto de 25 años, sino de los cincuenta y cinco que contaba. Él y su esposa, Christine, me recibieron con alegría, aunque le dije a ella que yo era un primo lejano que estaba de paso por Lyon.
Pero cuando estaba a solas con Fabián le conté toda la verdad.
Aquello se merecía un abrazo. Mi Fabián siempre tan comprensivo y tan cariñoso. Parecía mi padre, por el buen hacer que sólo la edad proporciona.
Cuando volví a ver a Sint, le planteé el problema:
Todos mis descendientes. ¿Dónde estaban los de mi primera vida?
Me apuntó con la consabida caja de zapatos y de allí salió un rayo de luz, esta vez violeta, que me invadió de cabeza a los pies. Duró apenas diez segundos. Sentí un estado de felicidad infinita. Me sentí muy bien cuando se apagó.
Y dicho todo esto, Sint se metió en su máquina, que se fue haciendo transparente hasta que se disolvió en el aire.
Allí me quedé yo, mirando aquellas palmeras que eran más antiguas que yo. Siglo tras siglo las había visto yo allí. Las mismas tres. Algo más allá había más, todo un palmeral. Pero en el frente del mismo estaban estas tres, una crecía recta hacia arriba, y las otras dos con un ángulo de 15º en diferentes direcciones. ¿Era aquello un mensaje oculto de Sint? ¿Éramos tres en lugar de dos eternos, como él nos llamó? Antes de irse me dijo que la eterna estaba en un país lejano, pero no me dijo en qué dirección, ni qué país era. También me dijo que su objetivo era diferente del mío. Pensé en buscarla, pero me dijo que no tenía objeto. ¿Para qué? Si me la encontraba, ¿viviría con ella? ¿Nos enrollaríamos? ¿Tendríamos hijos eternos? La verdad, eso destruiría su experimento, cualquiera que fuese.
No, mi objetivo lo tenía yo muy claro: vivir, adquirir experiencias para contárselas a Sint. Ahora lo veía claro. Y no olvidarme de mi familia.
Volví a España y localicé a mis parientes vivos. Un corredor de motos llamado Amancio y una profesora de Primaria llamada Magdalena. Eran de ramas diferentes, el primero de la de Jezabel, y la segunda de la de mi hijo Felipe. De la octava generación después de la mía. Sólo el motorista conservaba mi apellido. Ella tenía el de su abuelo paterno. Él era Amancio Rodríguez, y ella era Magdalena Periago.
Les seguí a ambos, y me hice el encontradizo. No me hice presente en sus vidas hasta que Amancio tuvo un accidente grave. Me personé en el hospital tomando la identidad de un tío suyo que se había ido de su casa a los quince años y había desaparecido; y me lo llevé al mejor hospital de Europa, sito en Berlín. Allí lo operaron y consiguió recuperarse del todo.
Al día siguiente estaba ella en el hospital. La fui a buscar a Navarra, donde vivía con sus padres. Trabajaba en una tienda de música en el centro de Pamplona. El dueño le dio permiso para visitar a su novio en Alemania, pues era una gloria nacional.
Sin embargo, él me dio otra explicación:
Aquello sorprendió a los dos gratamente.
Pero no se volvió atrás del acuerdo. Hablé con el dichoso espónsor y le pagué los dichosos cien mil euros, y se conformó, aunque hizo alguna pregunta impertinente:
Mi tatatatatatataranieto resultó un buen mecánico y negociante. Estaba todo el día en el taller, feliz y contento. Tuvieron ocho hijos, y cada vez que tenía uno yo le rebajaba mi porcentaje, como ayuda a mi nuevo ahijado. Finalmente me quedé con el 5% de las ganancias, que a lo largo de los años fue mucho. Tenía una cuenta legal en un banco de Pamplona. Pero antes de desaparecer de nuevo se la regalé a Martín, el primogénito de sus hijos, que de mayor también sería mecánico, pero de coches, con lo que siguió la tradición familiar, en cierto sentido.
Simultáneamente ayudé a Magdalena, mi otra tatatatatatataranieta. Era maestra nacional, como he dicho antes, y el único problema, muy serio, que había tenido en su vida era haberse enamorado de un maltratador. A menudo llega a clase con algún moretón. La seguí con discreción y un día me di a conocer como su tío Martín, recién llegado a Segovia, donde ella vivía. Le pregunté por sus moretones, y me dio las excusas que las mujeres maltratadas suelen dar:
No necesitaba saber más.
Fui a ver a su Pepelu, su marido, y le hice una oferta:
Aquel mierda cogió el dinero, y me dijo:
Aquel rufián miró a los dos jóvenes, uno tomando café y otro leyendo el periódico.
Ante el súbito silencio de aquel tipo me levanté y me fui.
Veinticuatro horas después le puse un maletín delante de las narices, y me fui.
Un mes después Magdalena por fin firmó los papeles y se vio libre de aquel malnacido. Por lo visto le había salido un trabajo en Estados Unidos, y no iba a poder volver, así que se quería divorciar para que ella pudiera reconstruir su vida.
También visité a mi familia francesa, de modo regular, adoptando la personalidad del hijo de quien había ayudado a la abuela Dominique. Del abuelo Dominique nunca más se supo. Sólo Fabián lo sabía, y el muy ladino aseguraba que de vez en cuando hablaba conmigo, con su abuelo Dominique por teléfono. Con él murió el secreto. Me dio una gran lección que nunca olvidaré.
Después de pasar tanto tiempo en Francia, mi conocimiento del francés ya daba para hacer una carrera universitaria. Como siempre iba sobrado de tiempo, me apunté a la facultad de Medicina en la Sorbona de París, y le dediqué diez años de mi vida a estudiar duramente para sacar el título de doctor en Medicina, especializado en epidemiología. Y cuando terminé la carrera me fui a África a curar a la gente por el exiguo sueldo que me daban los de Médicos Unidos por el Mundo. Bueno, en realidad no era África, sino Madagascar, una isla enorme vecina del gigante africano.
Mi primer destino fue en la pequeña ciudad de Sahamitevina, en el este de la isla, a unos once kilómetros del Océano Índico tierra adentro. Allí había una epidemia de malaria, y los dos médicos que fuimos destinados allí tuvimos que hacer malabarismos para vacunar a los 5000 habitantes que quedaban. En otros tiempos la población había sido el doble, pero la emigración y la enfermedad habían reducido mucho el número. El otro galeno era una inglesa llamada Belinda Carter.
¿Sería Belinda la otra eterna? Sint me había dicho que vivía en un lejano país, pero no me dijo en cuál. Y Belinda, a pesar de ser inglesa, había nacido en Bombay, India. Allí vivía hasta que se había decidido a pasar una temporada en Madagascar trabajando dentro de la organización Médicos Unidos por el Mundo.
No obstante, fui yo quien llegó allí antes que ella. Al llegar tuve que montar el hospital, pues el médico anterior se había ido unos siete años antes, y los nativos del lugar habían saqueado la casa del doctor Keaton, que nunca llegó a ser hospital. El buen hombre se fue a su país harto de que nadie le hiciera caso y la enviase las medicinas y los aparatos que necesitaba para atender a sus pacientes. Mi organización, MUM, sí que nos dotaba de medios, pero lo que escaseaba era precisamente el material humano. Por eso acogieron con entusiasmo que yo, un médico francés, estuviera dispuesto a pasar parte de mi vida con aquella gente tan necesitada de apoyo sanitario. Conmigo trabajaban cinco nativas diplomadas en enfermería: Desirée, Chantal, Marie, Jeanne y Lulu, que a pesar de sus nombres europeos eran de raza indonesia, descendientes de los primeros colonizadores de la isla.
A los dos meses de estar allí ya tenía vacunados a casi todos los niños, pero aún me quedaba mucho por hacer. Por eso me vino muy bien que llegara la doctora Carter, de la Universidad de Bombay. Yo esperaba a una mujer más tostada por el sol, y por eso me sorprendió recibir a una inglesa pelirroja de piel muy blanca y la cara llena de pecas. A pesar de su aspecto tan delicado, tenía un carácter muy fuerte pero era simpática, tanto que se ganó a los nativos enseguida. Entre los dos pronto concluimos nuestro trabajo de prevención de la malaria, y organizamos el hospital, que ampliamos con el edificio que nos proporcionó el gobierno malgache.
No había sido empezar con muy buen pie lo reconozco.
Poco a poco ella fue puliendo su francés con mi ayuda, y el hecho de ser colegas y trabajar codo con codo, compartir problemas y ser los dos los únicos europeos —si bien ella solo a medias— en el pueblo hizo que que limásemos asperezas y trabásemos cierta amistad, la que se hace en las trincheras, supongo, que duran lo que duran las hostilidades.
Pensaba yo que ella podía ser la eterna, porque me daba la impresión de que blindaba su pensamiento. Hasta que me di cuenta de que no tenía mucho que blindar: cuando no trabajaba o hablaba simplemente tenía la mente en blanco. Y aquello me dio envidia a mí, que no dejaba mi mente en paz, siempre estaba pensando en algo. Toda mi vida lo hice, y eso duraba ya más de trescientos años. Trescientos veinte para ser exacto.
Y yo tenía que decirle que eso era una suerte, que mi mente jamás estaba en reposo, y que en aquellos momentos pensaba en lo bonito que era el azul de sus ojos, por ejemplo.
Belinda me contaba cosas del Bombay que conoció, tan atestado de gente, mucha de la cual se limitaba a estar allí, pero mucha otra siempre estaba en movimiento, siempre yendo a alguna parte, y a ella le gustaba la tranquilidad. Por eso se había hecho médico, porque ansiaba luego ir a un sitio tranquilo a ayudar a una pequeña comunidad. De hecho había pedido ella este destino pensando que no había ningún otro médico. Por lo visto mientras se cursaba su petición me lo adjudicaron a mí porque no había habido médico aquí en años, y cuando descubrieron que habría dos médicos, se callaron y no le dijeron nada. No obstante a ella la reasignaron dos años después, cuando ya no lo quería, a una población de Mozambique en que no había ningún médico, dejándome a mí solo con mis enfermeras. Pero su ayuda había sido determinante para terminar de organizar la sanidad en aquel pequeño pueblo.
No obstante, antes de irse me hizo una revelación importante que nos uniría en cierto sentido el resto de su vida. Hablábamos de lo difícil que le era a ella dominar bien el idioma malgache, oficial en aquellos pagos, y el francés, que también era oficial en el país.
Sonreí pensando que ella quizá creía civilizado el lugar en que nos encontrábamos, que si tenía algo de medicina se debía a la generosidad de los Médicos Unidos por el Mundo y a los particulares que contribuían con sus donaciones a mantener la organización, precisamente, y no a que el gobierno priorizase la salud de sus ciudadanos.
Me dijo las reglas y me dejó un diccionario y una gramática, y pronto pude yo decirle algunas cosas en su lengua, para ella la más querida. Yo no compartía esa devoción por ese idioma, pero hube de reconocer que era fácil y sonaba muy bonito.
Aquello me atrajo. En aquel año se celebraría el congreso número 409 en Edimburgo, una de las ciudades que más me han gustado entre las que ya he visitado. Según Belinda, todos pueden apuntarse si pagan la cuota. Ella me puso en contacto con la organización que lo monta, la Unión Universal de Esperanto, con sede en Lisboa, y el 3 de agosto nos reunimos en la capital de Escocia cinco mil personas de todo el mundo, y de esa forma pude conocer a muchas personas de países y lenguas diferentes cuyas mentes pude leer gracias al idioma internacional. Me decían muchos que mi uso del Esperanto era muy experto, casi profesional, porque me entendían todos y a todos entendía yo con suma facilidad.
Durante la semana que duró el congreso de Esperanto conocí a mucha gente, entre ellos a Yu Lin, un chaval de Nankín, y a Shui, su compañera, así como a Aiko Moto, chinos y japonesa respectivamente. Tenían una manera diferente de ver la vida con respecto a los occidentales, mucho más respetuosa. Sobre todo Aiko (cuyo nombre significa hija querida, según me dijo). A Belinda me la encontré en una conferencia sobre Los problemas del Esperanto actual: por qué no se ha llegado a la Victoria Final en 400 años. La conferenciante, una italiana llamada Sandra Bellacqua hizo una exposición muy interesante sobre la historia del Esperanto, en que salieron a relucir apellidos ilustres como Corsetti, Lapenna y Charters, aparte de los arcaicos Zamenof, Hodler y Kabe, que con su ejemplo habían definido los tres tipos básicos de esperantistas más imitados por los actuales: los idealistas hasta la médula, los que hacen algo práctico y efectivo, y los que hacen una labor imperecedera y luego se olvidan del resto de los esperantistas. También habló de un esperantista virtual, que en realidad debía ser una serie de escritores que se iban pasando de generación en generación la publicación de la revista literaria y política más antigua en Esperanto, Los Cuadernos del Sur cuyos redactores firman siempre con el pseudónimo de Cristo, Jesuo. Ella hizo referencia a varios de los artículos publicados en sus 1318 cuadernos de aparición trimestral porque de hecho había marcado una nueva tendencia puente entre las tres principales, pues hace pensar a la gente en y sobre el idioma Esperanto, da las herramientas para responder a las objeciones que aún se le plantean, y también proporciona el acervo lingüístico y cultural necesarios para propagar el conocimiento y uso del idioma en segundo término, es decir, entre los propios esperantistas, sin rendir culto religioso ni al idioma ni a sus personalidades punteras ni del pasado ni del presente, sin ser irrespetuoso con nadie. La revista es gratuita y se puede conseguir mediante las redes sociales y bibliotecas virtuales en todo el mundo.
Aquello me hizo pensar, y más tarde le envié un artículo sobre la importante labor que hacíamos los Médicos Unidos por el Mundo en tantos pueblos perdidos a lo largo de todo el planeta. Tuve suerte, y el jesuo actual me lo publicó en el número siguiente, el de octubre de 2302, en el número 1320. Muchos lectores escribieron a la revista pidiendo información desde muchos países del mundo, y el redactor me reenvió sus mensajes. A la larga me cupo el honor de saber que aquel artículo había creado muchas vocaciones por la medicina, e incluso entre los propios médicos se amplió la idea de unirse al MUM. Dos años más tarde me pidieron que fuera yo el que disertara en el Congreso Universal de Bombay sobre la organización sanitaria altruista para la que llevaba trabajando ya 12 años.
Pero retrocedamos a Edimburgo. Durante los tres días que restaban de congreso coincidí con Belinda todos los días durante horas. Le presenté a mis nuevos amigos, en especial a Aiko y Shui, entre las que yo pensaba que se ocultaba la eterna que yo buscaba de modo poco consciente.
¿Eterna?, me llegó la pregunta alto y claro. No era ninguna de aquellas tres, porque estaban hablando de sus cosas, riendo y bromeando en el bar mientras yo había pensado en aquello. Miré en todas direcciones, y entonces vi a un mujer que me observaba, pero al darse cuenta de que la había descubierto se dio la vuelta y se fue huyendo. Me quedé con su cara. Así que la eterna era esperantista… Decidí bloquear mis pensamientos en lo sucesivo, o taparlos con paisajes u otras imágenes que me gustaba recordar de vez en cuando. Sint me había prevenido contra decir a nadie qué era yo. Y acababa de radiarlo en un ambiente de gente de todo el mundo…
Me sacó de mi ensimismamiento el abrazo de Belinda.
Entonces recordé la especialidad de Belinda, y sonreí.
Aquello erradicó el pensamiento de que Belinda podría ser la otra eterna. No obstante le quise plantear la cuestión abiertamente.
Los cuatro nos reímos.
Y así, diciendo frases y frases, tuve que besar a las tres varias veces, y ellas a mí unas cuantas, pero siempre en la mejilla. La mejor frase de todas la dijo Shui: Skribonte mi pensadis pli klare pri mi: Al tener que escribir, pensé largo tiempo sobre mí con más claridad.
Aquel congreso terminó, y yo me quedé con la idea de que no sabía si la eterna era Shui, Aiko o la misteriosa mujer que salió corriendo al ver que yo la había visto mirarme. Y si era ella, ¿era telépata, o se había ido corriendo porque era una de Los Otros contra los que me había prevenido Sint? ¿Habría ido a comunicárselo a sus camaradas para hacerme daño? Ya no tenía tantas ganas yo de descubrirla, no. Y si fuera alguna de mis amigas…, lo llevaba mejor que yo. Cuando había visto a Miss X vi que mi amigo Rodrigo, Presidente de la Federación Española de Trabajadores Esperantistas, estaba junto a ella. Como encontrar a alguien entre los cinco mil que nos habíamos apuntado al congreso era complicado, le dejé un mensaje en la Rendevua Tabulo, o sea, el tablón de citas, con mi número de teléfono móvil. El último día, tres después de mi solicitud, me llamó y quedamos en vernos para tomar una cerveza.
Y entonces la vi otra vez. Iba con tres hombres. ¿Me tocaría a mí correr hoy?
Pero al verme ella le dijo algo a ellos, y los dejó allí, plantados. Se alejó despacio, y ellos se encogieron de hombros. Si hubieran sido de Los Otros, me habrían mirado al menos.
Dejé a mi amigo y fui tras ella. Cuando estaba a menos de dos metros de ella, dobló la esquina. Cuando lo hice yo, ya no estaba ella. ¿Se había volatizado en el aire? Recordé a Sint y sus dones. Quizá a ella le dio el de la invisibilidad. O el de la teleportación. O ambos.
Cuida tu pensamiento, me llegó otra vez muy claro. Sí, debería ser ella, la eterna. Al volverme para ir hacia Rodrigo, vi a Aiko y Melinda, que me miraban con cara de burla.
El español no se había movido de su silla. De hecho me había ido siguiendo con la vista mientras terminaba su cerveza, pues le había extrañado que saliera corriendo tras una mujer yo, que le había advertido siempre contra los amores de congreso, pues no sobrevivían de uno a otro.
Luego, dirigiéndose a mí, me dijo:
Aiko y Belinda me miraron con atención.
Por desgracia mi amiga china se había ido a su país ese día a las siete de la mañana.
Aiko me dijo que era rusa y se llamaba Galina, pero no sabía más. La había conocido el primer día, cuando por casualidad habían coincidido en butacas contiguas en el concierto del pianista Bulgov, de Moscú. Ella habló con admiración de él, y dijo que era un pianista de renombre en Rusia.
Bulgov, pensé, sí he oído alguna sonata de Chopin interpretada por él en la radio.
Sin embargo la volví a ver sin buscarla. En el congreso suele haber uno o varios médicos esperantistas por si hay alguna emergencia. El último día me pidieron ayuda, pues habían encontrado en su butaca, tras el concierto de una arpista lituana, a una mujer muerta. La habían llevado a la enfermería, y el doctor no le había encontrado nada que indicara que había sido un infarto. Sabiendo que yo soy epidemiólogo, me llamaron por si teníamos que inmovilizar a la gente. Cerraron las puertas y no se permitió a nadie entrar o salir, lo que provocó las naturales discusiones.
Y allí estaba la dama misteriosa. Exánime, pero no fría. Parecía que acababa de fallecer, pues no tenía pulso ni reaccionaba a las pruebas que se le habían hecho. La examiné de cerca y me llegó un pensamiento claro de pronto: No estoy muerta. No dejes que me incineren.
Pregunté que cómo sabían que yo era médico, y me dijeron que uno de los que habían ido allí esa mañana les había dicho que en el congreso había un epidemiólogo, y les dio mi número de congresista, el KN 3824. ¿Quién habría sido?
Recordando el diálogo con Sint, pensé fuerte para que lo oyese ella:
Bloqueé mi mente para constatar algo que se me hizo evidente: ¡Sint! ¿Ella es la eterna!
Esta muchacha sabía mucho. A mí Sint no me había dicho cómo llamarlo. ¿Por qué a ella sí?
Ella pensó el número de un teléfono en que podía encontrar a Sint. Lo memoricé para avisarle, y luego lo llamaría.
¿Sería todo esto un montaje? Por si acaso, pregunté al médico que la había atendido:
Todos pudieron ya salir o entrar, pero nadie dijo a nadie qué había pasado, para que no cundiera el pánico.
Pregunté como para mí… ¿Cómo te llamas, muchacha?
Ya habían abierto las puertas cuando Elena salió disparada, seguida por cuatro tíos con pinta de matones. ¿La perseguían o la escoltaban?
Estaba claro que Elena era telépata. Yo no le había descubierto mi condición de tal, y por lo tanto por mí no tenía motivos para saber que yo no era una persona normal, y por lo tanto si lo sabía o lo sospechaba era porque alguien se lo había dicho, o lo había averiguado por otros medios, pero ¿cuáles? Por el contrario, ella sí que me había dado a mí motivos más que suficientes para sospechar que ella podía ser la otra eterna, o bien una de Los Otros, contra los que me previno Sint. Con el tiempo saldría de dudas. Pero se me habían quitado las ganas de buscarla.
¿O todo había sido un juego macabro de Sint, contándome a mí una historia y a ella la contraria, por ejemplo que los malos la perseguían pero sin decirle que había otro eterno como ella? Estaba claro que el Congreso de Esperanto no me había servido para lo que yo quería.
Pero sí que me sirvió para conocer gente y para recorrer el mundo por muy poco dinero, quedándome en casa de esperantistas que no tenían medios para viajar, pero que deseaban utilizar el Idioma Universal y conocer otras culturas.
Me tomé vacaciones cuando el trabajo aflojaba un poco, y dejaba todo en manos de mis fieles enfermeras. Me fui a Israel a casa de mi amigo Shemer, que me instruyó sobre la historia de su desgraciado pueblo, siempre expulsado de todas partes porque seguía fiel a su único Dios verdadero, del que no podían decir su nombre, por puro respeto. También me enseñó a decir varias cosas en hebreo, y volví encantado de aquel pequeño país en extensión, pero grande en su importancia en el resto del mundo.
Cuando Belinda llegó a Qussaya vio que alguien se había equivocado otra vez con ella, pues aquel pueblo era mucho mayor que Sahamitevina, donde solo estaba yo, y allí había dos hospitales. A ella la habían enviado a suplir a un psiquiatra que se había jubilado. Pidió el traslado de inmediato a una población de menos de cinco mil habitantes, informando de que si no se atendía su petición, se volvería a la India. Y una vez comunicado eso, se volvió a Sahamitevina a echarme una mano. Le gustaba el sitio, pero le disgustaba mucho que le tomaran el pelo, así que tras permanecer conmigo tres meses más sin que nadie le contestara, se volvió a su casa, en Bombay, con su familia. Un mes más tarde le llegó una comunicación de MUM, pero cuando se lo comuniqué me dijo que la tirara a la basura. Curioso, la abrí y descubrí que la enviaban a un pueblecito de Tanzania. pero, fiel a su deseo, yo rompí la carta y tiré los trozos a la basura.
También yo ya estaba cansado de aquel pueblo, y solicité el relevo. Prometieron enviar a un médico al cabo de un mes, y yo me fui al expirar ese plazo sin que mandaran a nadie. Me dirigí a casa de la primera esperantista que había conocido en mi vida, a Bombay.
Belinda se alegró mucho de verme, y yo me quedé varios meses con ella y su familia, o al menos esa era mi primera intención. Su familia me aceptó de buen grado. Su padre era médico también, pero ya se había jubilado. Su hermano mayor, Alan, se dedicaba a los negocios, y el menor, Alfred, era abogado y tenía una clientela muy selecta. Se notaba que aquella familia tenía dinero. Quizá me miraban como a un arribista, pero les sorprendí cuando se puso en venta el chalet que estaba frente al suyo y les comuniqué que me trasladaría a mi nueva casa, mostrándoles mi nuevo chalet. Tenía 500 metros cuadrados y por tanto tuve que contratar a dos criadas, una mujer de 40 años llamada Uma y su hija Ayla, que sería mi cocinera. Ambas eran muy serviciales y simpáticas, y no obstante muy calladas.
Me miró con sorpresa.
Capté la indirecta. Me arrodillé y le tomé la mano:
Ella me miró muy seria, y se le escapó una lágrima.
Yo me puse en pie, la abracé con suavidad, y la besé en la boca, Un pico casi casto.
Más tarde me pregunté por qué había hecho eso. Ya me había casado dos veces, y el matrimonio con una chica normal me supondría un problema, como las otras dos veces. Tendría que decirle mi condición alguna vez, como a Dominique, o dejarla tirada, como a Loles. Y no me gustaba ninguna de las dos soluciones. La primera me pondría en peligro a mí, y posiblemente a Sint también, y la segunda me daría mucho dolor de conciencia, como todavía me daba, doscientos años después de terminar con aquella familia, mi familia original. ¿Hasta qué punto no fui víctima del momento? ¿Por qué había dicho aquello?
Me encogí de hombros y me dediqué aquella mañana a buscar un buen anillo de compromiso. En una de las mejores joyerías de la ciudad encontré un anillo de oro con un pequeño diamante en el centro. Mandé a grabar dentro un corazoncito y la fecha, el 6 de marzo de 2340, y después me fui a comer yo solo en un restaurante, el Mahalí, que a pesar de su nombre era de los pocos que tenían buena comida francesa, que era mi favorita.
Aquel día cené en casa de los vecinos, pues me invitó Belinda para hacer oficial nuestro compromiso. Pero antes de que ella dijese nada, al final de la cena, cuando ya se había pedido silencio para hablar mi prometida, yo me puse de rodillas ante ella y le mostré el anillo:
Ella vio que yo iba muy en serio. Más de lo que suponía, por la seguridad con que dije hasta que la muerte nos separe. Aquello no era una mera promesa en secreto que vender a sus padres. Era declarar públicamente mi amor por ella.
Me levanté y la besé.
Nos casamos en el Consulado Británico al día siguiente. Como eran anglicanos, nos casamos también en la iglesia de San Jorge, cerca de nuestras casas. Luego nos fuimos a ver el norte de la India, como yo le había pedido. Estuvimos en el sagrado Rio Ganges, donde continuamente había alguien incinerando a alguien, pero cuyas puestas de sol son inolvidables, y nuestros paseos en barca tomaron un significado más romántico. También estuvimos en Varanasi, en Agra, Jaipur, admiramos el Taj Mahal, aquel monumento de amor, los templos eróticos de Khajuraho, y al final volvimos a Bombay con la promesa de un niño en el vientre de Belinda.
Le acaricié el vientre, que ya estaba algo abultado, y se lo besé.
Según mis cálculos aquel sería mi tercer hijo. En realidad mi segunda hija, con una diferencia de casi cuatrocientos años con la primera, que ya tenía descendientes en su octava generación, si no novena. ¿Le diría mi secreto a Belinda? No, mejor no. La felicidad para mí tenía una fecha de caducidad de treinta años, aproximadamente…
Que yo sepa, me repetí. ¿Era ella una eterna? ¿Era una de los malos? La verdad es que ahora, a punto de ser padre de mi franco-anglo-indio, la cosa ya me daba igual. A 85 años de mi cita con Sint bien podría tener una vida normal con mi mujer y mi hijo, Rabindranath, al que bautizamos así en honor al sabio y poeta indio.
Pasaron los años, y murieron mis suegros. Mis cuñados se hicieron mayores, y nosotros tuvimos nuestros cuatro hijos: Sarah, Tom y Anthony siguieron a Rabindranath.
La besé y le di un fuerte abrazo. Y me puse a llorar como un niño. Ella me acariciaba la cabeza, como si yo fuera un niño de verdad.
Aquello me clavó en la silla en que estaba sentado. ¿Alteración genética? Esta es la segunda contradicción que tiene con la información que me dio Sint.
Empecé a desconfiar de mi esposa. ¿Qué no me estaba contando? Pensé algo infamante sobre ella, para ver si era cierto que me leía el pensamiento a pesar de mis bloqueos:
Ella no perdió la sonrisa, ni puso cara de sorpresa. Efectivamente: su conocimiento sobre mí no era genuino. Seguí preguntándole:
Ajá, ahora te interesas por Sint, vieja puta. ¿Te crees que te lo voy a decir? ¡Y una mierda!
Aquella mujer me seguía. Yo estaba en el mercado Crawford, distraído mirando unas especias, cuando noté algo en el bolsillo de mi americana: miré y vi una mano que salía de él. Me quedé sorprendido, porque no tenía nada allí, pero al intentar coger aquella mano descubrí que había algo en el bolsillo: un teléfono. Lo había dejado aquella mujer que se alejaba, liada en un sari. Cuando quise reaccionar ya se había perdido en la multitud.
Cuando por fin pude salir del mercado me senté en el Café Firdos para pensar con tranquilidad. ¿Quién era aquella desconocida? ¿Por qué me había regalado un teléfono?
Salí de la duda diez minutos después cuando sonó el aparato.
Me quedé de piedra. Este juego ya duraba demasiado. Ella me buscaba, me encontraba y se iba cuando quería. Tenía que ser cuidadoso para que no me colgara.
Y colgó. ¿Voy, o no voy? ¿Y si es una loca? O, peor, ¿y si es de la facción de los malos?
Sí, Belinda no era quien decía ser, eso ya lo sabía ya. ¿Y Elena, no seria de Los Otros?
Sint, Sint, ¿Por qué no me dejaste un teléfono de emergencia? Pero estaba claro: aquella gente sabía de Sint y me había localizado a mí. A través de mí ya sabían que en 65 años me vería con él. Estábamos ya en el 2340, o sea que en el 2405 tenía que estar en lugar que por instinto no le dije a Belinda… Bueno, todo esto pueden ser paranoias. Iría a esa cita con Elena, si, pero no iría desarmado, por si acaso.
Sin decir nada en casa, y sin pasar a recoger nada de equipaje, me fui al aeropuerto Chhatrapati Shivaji, el más antiguo de Bombay. No tomé taxi para que no me pudieran seguir la pista, sino que fui en autobús, y en el mismo aeropuerto me compré una camisa de flores y unos pantalones cortos, un bigote, una barba postiza, unas gafas de sol y un sombrero de turista hortera. Y una mochila y una maleta pequeña para meterlo todo dentro, incluso la mochila. Por suerte tengo la costumbre de no salir de casa sin mi tarjeta de crédito ni mi documento de identidad.
Entré en el servicio de caballeros y cambié de personalidad completamente. En el control de pasaportes dije que había perdido el pasaporte, pero para volver a mi país me bastaba con mi carte d’identité, y no me pusieron pegas.
Al llegar a París no fui a la policía a denunciar el extravío ni a sacar otro pasaporte, sino a ver a Henri DelaPorte, el mejor falsificador que conozco desde hace varios siglos. Me costó una fortuna, pero me hizo diez pasaportes y sus correspondientes tarjetas de identidad de otros tantos países, incluyendo los de mis pasadas vidas originales, pero redactados de modo que me sirvieran en el momento presente, o sea de 2320. Luego fui a ver a otro de mis viejos amigos, Serge Chemelle, que me consiguió un revólver y una caja de 20 balas, que camuflé en la parte trasera de mi pantalón y en el bolsillo del abrigo, respectivamente.
Y así, al tercer día estaba yo en la cafetería de la Torre Eiffel. Me despedí a la francesa de Belinda, como correspondía a mi nueva personalidad, de francés. Ya no era Dominique, sino Antoine Després. La pobre Belinda debe estar todavía buscándome, o esperando a que la llame o le escriba. La verdad es que Elena ha corroborado mis dudas, y me ha puesto las pilas. Pero tampoco me fío de ella. ¿Qué puedo hacer? ¿Y si en lugar de ella, ahí debajo llegan aquellos cuatro matones?
Ella llegó a la hora en punto, las 15:00, y se puso en la cola de los que iban a comprar el billete para subir a ver la torre. Hice una llamada telefónica, y un chaval al que había dado unos euros para eso, se le acercó a bordo de un patinete y se detuvo ante ella, y le entregó un paquete:
En el paquete estaba el teléfono que ella me había deslizado en el bolsillo tres días antes.
Ella subió hasta el último piso y esperó. Cinco minutos llevaba ella admirando el paisaje urbano de París cuando yo ya había juzgado que nadie la seguía.
¡Y una mierda! Otra que me quiere espiar.
Guardamos silencio unos minutos. La verdad es que nos quedamos en blanco. Por fin dominaba yo el arte de Belinda…
Y la verdad es que sí me enseñó. No era complicado. Podía disfrazarlos con otras pensamientos anodinos, de los que piensa todo el mundo, mientras que con mi cerebro profundo pensaba en lo que de verdad me preocupaba. También podía poner una barrera de ruido blanco que es lo que yo pensaba que Belinda hacía.
En aquel momento vi que se acercaban a nosotros dos gendarmes, y me pidieron la documentación. Yo, sonriente, les mostré la Carte d’Identité. La estudiaron y la cotejaron con un pequeño aparato que llevaban en la mano, dieron una vuelta a mi alrededor, se rascaron la cabeza y me preguntaron:
Cuando se marcharon me llegó el pensamiento de mi compañera:
Así lo hicimos durante horas, hasta que establecimos que la conexión telepática se rompía a los diez kilómetros, pero mientras funcionaba, no importaba si estaba yo en el exterior o el interior de un edificio, incluso aunque estuviera dentro de un ascensor, o en el sótano.
Seguí paseándome por la ribera del Sena un rato largo. Aquellos dos gendarmes me habían seguido mientras Estelle estuvo conmigo. Pero de pronto vi que se desviaban, mirando un aparato de bolsillo de vez en cuando. Por lo visto Estelle se dedicó a seguir a otra persona para despistarlos de mí.
Reflexioné sobre esta visita a París. Había sido muy didáctica, sí.
Medité largamente sobre lo que debería hacer. Podía seguir huyendo, como Elena-Estelle, cambiando de oficio y camuflándome. O podía usar la tapadera de Belinda. aquellos capullos puede que fueran a por mí, pero yo los estaría esperando.
Me fui al aeropuerto y varias horas después estaba de nuevo en Bombay. Pero antes de regresar a mi casa, localicé una cabaña en un campo, en las afueras, y me colé por una ventana. Entre Estelle y yo reventamos la puerta desde dentro. Era necesario para mi coartada.
Mi esposa se alegró mucho de verme de pronto, cuando llegué a casa.
Pero Estelle se mantenía en un discreto segundo plano. Por si acaso Belinda podía seguir una conversación telepática, pensábamos nuestros mensajes indirectamente. Los americanos sabrían que ella estaba en la India, pero en otra población. ¿Dónde buscar? El área era inmensa, de unos 314 kilómetros cuadrados. Y cuando la veían con sus aparatos no podían verla con sus propios ojos. No se les había ocurrido lo que era imposible: que fuese invisible. Cómo conseguía engañarlos era algo que no se podían imaginar.
No obstante, en el Hospital de la Merced, privado, me hicieron una oferta mejor y allí me fui a trabajar. Belinda puso cara de fastidio, pues deseaba que trabajáramos juntos otra vez, pero no pudo ser.
Y por fin podremos estudiarte, se le escapó a ella. Ignoro de dónde sacó toda la información que tiene sobre mí, pero estaba claro que no era telépata.
Mentira, pensé. Sint nunca me mentiría. Me dijo que ella ni siquiera sabía que yo existía. Qué asunto se traería mi esposa conmigo? ¿Por qué sus matones no habían actuado ya? Sabían de Sint por alguno de aquellos dos pobres que habían diseccionado, Érica y Jonás. Con razón Sint era tan cauto…, pero ¿quién demonios era Sint? ¿Qué era?
Volví al trabajo. En el Hospital de la Merced me pusieron en la planta de las enfermedades contagiosas. Traté enfermos de malaria, de lepra y de otros males muy peligrosos. Elaboramos diversas vacunas y remedios que luego publicábamos en revistas medicas, tras ceder las patentes al dominio público. Así nos asegurábamos la colaboración de los galenos del resto del mundo y también el odio de la industria farmacéutica. Yo tenía una jornada de ocho horas en el hospital, pero lo que nadie sabía era que en lugar de ir a la universidad, yo pasaba varias horas todos los días en un gimnasio donde un chaval llamado Chandra me ayudaba a sistematizar las nociones de defensa personal que había adquirido en mi época de mafioso en Brasil por medio de las disciplinas de judo, karate, Tae Kwondo y Kung Fu. Mi mentor me propuso un día que me presentase al examen para cinturón negro en esas disciplinas, pero yo decliné la oferta, porque quería que esto se mantuviera en secreto por razones personales y familiares. No sé qué pensaría de eso, pero la verdad es que le traía sin cuidado todo menos la copiosa cantidad que yo le entregaba todos los meses por su tutelaje en estas disciplinas.
Pero se avino a dejarme ir a su gimnasio a practicar con él por una cantidad simbólica.
Recordé de pronto algo que tenía depositado en el fondo de mi memoria, y aunque estaba seguro de que me mentiría, tendría que aclarar con mi esposa.
Si lo tenía, le falló su bloqueo mental. Se le escapó una frase: ¿Dónde?
Yo tenía cuidado en no pensar activamente nada que contradijese mis palabras, pero ella no tuvo ese cuidado, y era evidente su nerviosismo y su contradicción.
Si él supiera, se le escapó. Que yo aparento la edad que de verdad tengo.
La verdad es que nos habíamos pasado en Bombay. Cuando llegamos aparentábamos una edad de veinticinco y treinta años, y ya llevábamos aquí cuarenta, o sea que ya teníamos la edad de jubilarnos, 70. Nuestros cuatro hijos ya tenían más edad de la que aparentábamos nosotros sin el maquillaje que nos envejecía.
Así, pues, presentamos a los pocos días nuestra solicitud de jubilación, que nos fue aceptada inmediatamente.
En Delhi pensábamos planear nuestro accidente y paso a otra vida diferente para poder deshacerme por fin de todos estos pellejos artificiales que me había pegado en la cara desde hacía tantos años, y lavarme el pelo para recuperar algo de mi color natural, aunque la verdad es que no recuperaría ese color hasta que el pelo me volviera a crecer. Pero me quedé de una pieza cuando al salir del cuarto de baño me encontré a mi mujer con el mismo aspecto que tenía cuando la conocí. Tal cual.
No me lo tragué, claro. Indagué en su mente, y lo vi totalmente vacío. Como cuando nos conocimos en Madagascar.
Las imágenes mentales no eran las de ella. Había algo falso.
Aprendidas, me llegó de una voz conocida.
Lo de mañana era un accidente que tranquilizase a nuestros hijos, que tendrían cenizas que visitar cada año en el cementerio británico de Bombay.
Muy temprano alquilamos un coche y nos fuimos de excursión hacia el puerto. Cuando estábamos cerca del muelle, un todo terreno nos embistió por el lado del copiloto, pero lo vi a tiempo y me tiré al agua. Luego subí al muelle, ayudado por mi ángel invisible. Me di cuenta de que el clon había muerto en el acto, aplastado por el metal de la puerta del frente del otro coche. Me querían vivo, y no dudaban en matar a su agente.
Cuando aquellos dos matones fueron a sacarme, los ataqué desde atrás. A uno lo desnuqué con una patada, y al volverse el otro, le di una patada en la garganta, destrozándosela. Para aliviarle la agonía le pisé el cuello, matándolo casi en el acto. Pensé tirarlos al mar, pero luego metí a uno de ellos en el coche, en el asiento del conductor, y al otro en el suyo. Aprovechando que no había nadie mirando a aquellas horas tempranas, saqué gasolina del depósito y la esparcí por dentro de los dos coches, y les prendí fuego. Ardieron hasta que el fuego prendió en sus armas, y hubo varias explosiones, y luego explotaron los dos depósitos de combustible. Me alejé de aquel lugar, y con el móvil de uno de aquellos bastardos llamé a la policía, diciendo que había visto dos coches ardiendo. Tras lo cual tiré el móvil al agua, y nos fuimos de allí.
Al día siguiente vi en el periódico que nos daban por muertos a mi esposa y a mí, así como al conductor del otro vehículo.
Me puso algo en la mano, miré y apareció de pronto un llavero con el emblema de BMW.
Pulsé el mando que me acababa de dar y me sobresaltó la bocina del coche que había justo a nuestro lado.
Esto de echar a correr estaba bien para seguir con vida, pero teníamos que atacar nosotros para que nos cogieran miedo y nos dejaran en paz. Habíamos tenido dos bajas, dos muertos nuestros que valían por diez o más de los de ellos. Teníamos que cepillarnos a veinte agentes, al menos, para que quisieran parlamentar. Para ello teníamos que hacerles daño.
Me presenté en la casa de mi cuñado al día siguiente camuflado y con la identificación del Intelligence Bureau of India, o sea, la Oficina de Inteligencia de la Unión India.
Aquel tipo era un hueso duro de roer. Pero le entró el pánico y leí en su pensamiento el nombre de casi todos sus hombres y algún que otro teléfono.
En ese momento me llamó Estelle, que estaba presente pero invisible en el interrogatorio, por teléfono, pero me dijo por telepatía que ya lo tenía todo.
Colgué y lo miré con cara muy culpable, y me disculpé:
Me dirigí a la puerta, y desde allí me disculpé de nuevo.
Aquel hombre me dijo que no pasaba nada, que un error lo tiene cualquiera. Evidentemente estaba muy aliviado, y por eso bajó la guardia, y en esta ocasión yo también pude leerle los nombres y direcciones de todos ellos. Le pasamos toda aquella información al verdadero Servicio de Inteligencia indio, para que hicieran lo que quisieran con esa información. La verdad es que no volvimos a saber nada de mi cuñado.
Nos fuimos a un garaje de las afueras, y nos sentamos a esperar a que aparecieran, como moscas por un plato de miel. Ella seguía invisible, claro, pero armada con un par de revólveres, igual que yo. Aquellos no esperaban que las víctimas pasasen al contra ataque. Los dejamos ante la puerta de la embajada americana con una nota en la boca:
Cuando ya habíamos matado a 30 de ellos, le dejamos al último una nota diferente en la boca:
Y le dejamos un email.
Pero no llegaba correo a esa dirección. Decidimos seguir con la caza, hasta que se dieran por vencidos.
Contestaron cuando se dieron cuenta de que ir a por Estelle era suicidio. Ya llevaban 60 muertos y seguían sin saber dónde estaba Estelle, ni cuántos la protegían.
Propusieron una entrevista en un sitio público.
Efectivamente, Estelle tenía uno de esos juguetes láser de color naranja que usan los niños desde hace siglos apuntando al centro de la mesa. El agente vio que aquel punto naranja se movía por la mesa e iba a parar a su cabeza.
Me levanté y me fui.
Sentí a mi hada madrina junto a mi asiento, al otro lado del que ocupaba Richards.
Antes de que aquel imbécil tuviera tiempo de reaccionar, le dije desde fuera del taxi:
Y me fui dando un paseo.
Aquella gente era dura de mollera. Nos seguía enviando agentes y nosotros los seguíamos eliminando. Cambiamos de lugar de reunión con ellos. Pusieron precio a mi cabeza, y fui el criminal más buscado por la CIA y el FBI.
Como le había prometido a aquel idiota que me había dicho que era el jefe de la CIA, nos presentamos en su cuartel general. Le pregunté algo al guardia que estaba en la puerta principal mientras que mi amiga invisible le quitaba la pistola y le golpeaba con ella dejándolo K.O. Si alguien estaba mirando a través de alguna cámara, vería que la pistola de aquel individuo se había evaporado y poco después él caía desmayado al suelo. En la primera oficina que encontré allí pregunté por la de Jefe de la CIA. Una chica rubia muy joven nos indicó el sitio, pensando quizá que yo era un agente despistado.
Me senté ante un asombrado Agente Richards.
Lo registré y no tenía más armas.
Él pulsó el botón de alarma para desalojar el edificio. Cuando se habían ido ya todos, salimos nosotros lentamente, apuntándole yo siempre con mi revolver desde el bolsillo de mi americana.
Poco después de llegar al exterior, desde un sitio seguro nos volvimos para contemplar la voladura. Estelle me dijo en ese momento que todo estaba dispuesto y ella estaba en un sitio seguro.
Pulsé el botón y se oyeron varias detonaciones dentro del edificio, que se iluminó con un color anaranjado y cayó a plomo, como si hubiese estado sujeto por una cuerda que acababan de cortar.
Aquello impresionó a Richards. Me alejé lentamente, sin que se diera cuenta, y un coche sin conductor se detuvo a mi lado. Entré por el lado del conductor y nos fuimos mi ángel guardián y yo.
Ya quedaban sólo diez años, para que fuésemos a la cita. Ella me dijo que a ella le tocaría un año después que a mí; pero me pidió venir conmigo para hacer la entrevista conjunta. Aquello me puso un poco en guardia. Recordé las palabras de Sint: No se lo tenías que haber dicho a nadie.
Pero yo estaba seguro de que ella no se despegaría de mi lado hasta que fuera a ver a Sint… ¿Cómo conseguiría quitármela de encima? Sí, el bloqueo mental me funcionaba, porque si no ella habría tenido alguna otra reacción.
El siguiente en localizarnos fue el propio agente Richards. Pero había una novedad: al verme esgrimió una bandera blanca, no un arma.
El Presidente McCaine quería parlamentar. ¿Sería una trampa? Yo no estaba seguro de que supieran o no que yo era un ejército de un solo hombre, aunque les fuese evidente que contaba con más ayuda. Si me eliminaban, se arreglaba el problema, si bien nunca tendrían la oportunidad de estudiarme, o —lo que me gustaba aún menos— clonarme. Ya vería luego que eso les había sido imposible… Pero lo que ellos seguro que no sabían era que no me podían eliminar y que además yo había enseñado a Estelle a disparar, y lo hacía muy bien. La ropa y todo lo que estuviera hasta a una distancia de 20 centímetros de su cuerpo se tornaba invisible, ya que lo que realizaba su cuerpo en realidad era desviar los rayos de luz a su alrededor, como hacen los espejismos, pero de forma controlada, por lo que el ojo humano veía a través —en realidad alrededor— de ella, como si no estuviese allí. Por eso cuando atacamos la base de la CIA ella pudo dejar fuera de combate a un par de agentes que me estaban apuntando con su arma sin que yo los viera. Dos balas salidas de la nada acabaron con ellos.
Richards en persona me escoltó hasta la Sala Oval. El Presidente McCaine era una persona afable, pero tras sus buenas palabras se apreciaba una personalidad dura. Pequeño de estatura, presentaba una altura de miras poco frecuente. Por eso él era el Presidente, y no una persona como Richards.
El Presidente miró a Richards de forma desaprobatoria, pero se concentró en la oferta.
El Presidente me miró con respeto, y supo que lo que yo le decía era verdad.
Me arriesgaré, pensó.
Y tomó su pluma y firmó el papel que yo le presentaba. A continuación lo firmé yo, y cada uno se quedó con su copia.
Luego nos estrechamos las manos, y me fui escoltado por Richards hasta la puerta de la calle. Nunca sospecharon que había un testigo invisible, mi escolta particular, mi ángel guardián, la más francesa de los franceses, Estelle.
Afuera nadie reparó en que un joven de veinticinco años muy trajeado acababa de cambiar el destino de la humanidad. Paseé cabizbajo, como si meditara, hasta que me senté en un banco a contemplar de lejos aquel edificio tan soberbio donde se acababa de firmar la paz. ¿Sería duradera?
Pero supuse que ella ya no estaba, pues no me llegó su pensamiento, ni siquiera la sensación de su presencia, que tan habitual se me había hecho en los últimos meses. El defecto secundario se había convertido en algo útil: mi empatía me permite saber si alguien está conmigo o no.
El trece de enero del año 2405 me encontraba yo por cuarta vez en el paraje de las tres palmeras, aguardando a Sint. Había llegado varias horas antes de lo acordado, para hacer un escaneo progresivo para asegurarme de que Elena-Estelle no me había seguido. Algunas cosas que me había dicho me habían hecho desconfiar, a pesar de ser la mitad de mi ejército, el que había vencido en aquella guerra sorda que nunca figurará en los anales de la historia, y sobre cuyo resultado tantas dudas habíamos tenido.
Obedecí, hasta que la conocida voz de mi amigo me volvió a hablar.
Mi desilusión fue muy evidente.
Aquello me desconcertó. Por lo visto la acción de Los Otros había trastocado los planes de mi padrino Sint.
Me concentré, y lo que oí no me gustó mucho.
Lo he perdido, decía a alguien. O duerme todo el día, o se ha muerto. No oigo ni un eco.
Sigue buscando, oí que le decía otra mente. Hay que encontrar a Sint. Y cuando lo encuentres, ya sabes lo que hay que hacer.
El catre era una especie de cama vagamente antropomórfica con una tapa que le encajaba y que se cerró en cuanto yo me tendí en ella. A los pocos minutos caí en un sueño muy agradable.
Varias horas después me desperté. Aquella especie de sarcófago estaba abierto, y junto a él me observaba un hombre bajo, cejijunto, con pelo negro muy denso y piel muy tostada por el Sol.
Sint se fue de aquella estancia tras señalarme una cama que había adosada a la pared. También había un frigorífico y una mesa y una silla.
Tomé una comida ligera, y me dejé caer en aquella cama. No sé cuándo me desperté, ni cuántas horas dormí, pero seguro que fueron muchas. Me desperté como nuevo, dispuesto para el trabajo que me había asignado Sint. Aunque su misterio persistía. A mí no me había dicho ni quién ni qué era. Como de costumbre, todo el rato habíamos estado hablando de mí.